25/9/13

"La sal de la tierra". Sobre la siempre posible falta de destino

Aquí mismo, donde pongo estas letras, metidos yo y vosotros que leeis en este rincón de la Sociedad del Bienestar, estamos en una situación paradójica: yo os hablo contra ello, contra el propio tinglado este, y vosotros, ya antes de llegar aquí, estabais, como es evidente por vuestras palabras, pensando y sintiendo contra ello, contra esta invasión de la cultura única. Esto –ya veis- lo hacemos gracias a que seguimos heredando por acá abajo, de vez en cuando, una capacidad antigua para volvernos contra uno mismo, para denunciar la mentira de uno mismo. Al mismo tiempo, estamos preparados para saber que esto es lo que en cualquier momento puede traducirse en una fuerza militar y económica incomparable con cualquiera otra. No hay por qué ocultárselo, así ha sucedido una y otra vez en la Historia, y así puede sucederen cualquier momento. ¿Qué es efectivamente lo que hace, en este momento, el inmenso poder del Estado del Bienestar, el que lo estiende por todas partes, el que hace jugar al globo entero en esta especie de ciclo económico cultural, representado por la red informática universal, lo que, hasta los últimos rincones que puedan quedar por ahí, lleva este ideal como una aspiración que se presenta como la única posible para cualquier resto de salvaje o de desconocido que por ahí quede? ¿Qué es lo que lo hace? Pues que seguimos siendo muchos los que somos capaces de sentir la mentira de esto y decirlo, con más o menos habilidades por donde podamos o nos dejen. Será triste, a lo mejor, pero fijaros bien: si la cultura se redujera solamente a la cultura oficial (es decir, la que ofrecen la televisión y la prensa sumisa, la Red esta misma y la inmensa mayoría de los libros, no sólo de novelistas sino de filósofos, científicos y demás) correría el terrible peligro de resultar tan aburrido, tan repetitivo, que no habría ya Dios que lo aguantara y, por tanto, perdería justamente su fuerza de imponerse. Es verdad que la gente, por desgracia, aguanta mucho: sigue viendo las mismas idioteces en la televisión todos los días, sigue comprándose un libro tras otro de gentes, de artistos o pensadores o poetos que les van a decir lo mismo. Pero se supone desde ahí arriba que no tanto, que si toda la cultura consistiera en lo que mayoritariamente consiste, que es en la imposición de la idiotez, en la imposición de la fe (la fe en el dinero, en el poder, en que la realidad es la realidad y ya no hay más), correría el peligro de no ser lo bastante eficaz. Entonces –ya veis- cosa tan triste: somos la sal de la tierra. Tiene que haber algunos que de verdad sintamos y de verdad pensemos un poco, de vez en cuando. Que a pesar de todo digamos cosas que intenten ser de verdad, por tanto, que inevitablemente sean una denuncia de la cultura impuesta. Seguimos habiendo muchos, bastantes, de los que no están del todo conformados, pues todavía nos permitimos seguir sintiendo algo de esa mentira y hasta diciéndola con más o menos habilidad. Por un lado, nos revolvemos contra esta imposición de la mentira universal, por otro lado estamos dentro de la cultura (aquí, por ejemplo en el feisbuk este de la Red poniendo ‘notas’), y al hacerle todo el mal que podemos, al denunciar lo más claramente su mentira, estamos haciéndole el mayor bien, dándole las mayores fuerzas, porque sólo gracias a eso puede evitar que la fe impuesta sea un aburrimiento: tiene que pensarse que hay ‘diversidad’.
El Estado del Bienestar, la forma más perfecta de sumisión del pueblo que conocemos, que es la democracia desarrollada, cuenta por supuesto con la diversidad. La cultural, sí, pero sobre todo, la diversidad de la cultura de cada uno de nosotros. Y este es el punto grave y del que quería avisarnos. No es sólo que se nos quiera hacer creer que hay una cultura tal y una cultura cuál, es que se nos quiere hacer creer que hay una cultura mía, tuya, de fulano y de mengano, es decir, que cada uno tiene (como ellos dicen, su ideología (que en definitiva es lo que los políticos suelen llamar opinión, la opinión personal). El régimen pesa sobre nosotros, mata al pueblo, sobre todo por este procedimiento: creer que cada uno sabe lo que sabe, tiene su cultura, tiene una opinión personal, tiene una fe y una creencia que le es propia y casi costitutiva. Sólo sobre esto puede mantenerse, porque si no, rápidamente se entiende que ni los supermercados, ni las votaciones de los políticos podrían funcionar. Esta es la diversidad con la que el régimen cuenta, pero dentro de esta diversidad está esta otra diversidad en la que os quiero hacer parar mientes: la diversidad que consiste no en una opinión personal entre las opiniones personales, sino en la subsistencia de algo común, de algo de pueblo que es capaz todavía de sentir y de denunciar la mentira de la Cultura y volverse en bloque sobre la mentira de la Cultura. Esto, desde luego, es una diversidad que no es como las otras. Ya no se trata de mi opinión. Yo no vengo aquí a opinar: no son más que sentimientos y recuerdos que me vienen de abajo. No se trata de opiniones: es una manifestación de que, a pesar de todo lo dicho, el régimen no ha llegado a una perfección totalmente cerrada, y quedan siempre resquebrajaduras y posibilidades de que podamos sentir y pensar un poco en común, no personalmente. Entonces, ¿qué pasa con esto que estamos haciendo, con esto que hago aquí escribiendo estas letras y poniéndolas aquí por si alguien lee? Pues esto: que se abre o bien un destino, o una falta de destino:
el destino es que aquello se convierta en una opinión personal ("¡hombre, las teorías o rabietas de fulanito!"). Entonces, la asimilación cultural es ya perfecta: aquello que había de más vivo, de más común, ha quedado inutilizado y asimilado a la cultura, y de esto es de lo que la cultura saca el principal poder.
Lo otro es la siempre posible falta de destino: que no quede, a pesar de todo, asimilado, y que siga efectivamente denunciando esta imposición universal de un modelo único de pensamiento y de sentimiento. O sea, la muerte de lo que pudieran querer decir y hacer esas dos palabras.
Así que a este juego es al que estamos jugando, y a esta situación paradójica nos arriesgamos, me arriesgo. Y yo siento que, cuanto más a sabiendas nos demos cuenta de cómo es este juego, de ambiguo y de peligroso, pues mejor… o, por lo menos, menos mal.

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